Taj Mahal: la eternidad construida por amor
Cómo es una de las Maravillas del Mundo.
Hablar del Taj Mahal es, en cierta forma, hablar del amor en su forma más monumental. Aunque millones de palabras ya se hayan escrito sobre él, cada mirada nueva despierta una emoción única, personal, íntima. Y eso es lo que lo hace inagotable.
La primera vez que se lo ve —tras avanzar por el sendero de piedras rojizas de la entrada Este, y divisarlo entre los árboles— uno siente que está frente a algo que trasciende la realidad. Está ahí, inmenso, blanco, exacto, como en las fotos... pero real, tangible, conmovedor.
Detrás de esa obra majestuosa se esconde una historia profundamente humana: la de Shah Jahan y su esposa Mumtaz Mahal. Más allá de su imponente arquitectura, el Taj Mahal es, en esencia, un tributo al amor. Porque, aunque en términos prácticos es un mausoleo, cada uno de sus detalles lo convierte en un poema de mármol dedicado a una mujer amada.

Mumtaz murió en 1631, dando a luz a su decimocuarto hijo. Cuentan que, en su lecho de muerte, le pidió a su esposo que le construyera la tumba más hermosa del mundo. Shah Jahan cumplió su promesa con creces: canalizó su dolor y su devoción en una obra que tardó más de 17 años en completarse, con el trabajo de más de 20.000 artesanos de la India, Turquía e Irak.
El Taj Mahal se alza junto al río Yamuna, perfectamente simétrico, con su cúpula central, sus arcos y minaretes que se inclinan apenas hacia afuera para proteger la estructura en caso de terremoto. Cada rincón del monumento está pensado, medido, sentido. En sus muros se incrustan piedras semipreciosas que parecen pinceladas, pero que en realidad han sido trabajadas con una precisión que desafía el paso del tiempo. Versos del Corán tallados a mano elevan aún más el espíritu del lugar.
A los lados del mausoleo, dos edificios de arenisca roja completan la armonía del conjunto: al oeste, una mezquita que aún se utiliza; al este, una casa de descanso para peregrinos. Ambos se reflejan, junto con el Taj, en los espejos de agua que atraviesan los jardines persas, diseñados para que la perfección no solo se vea, sino que se duplique en su reflejo.
La exactitud de su simetría es asombrosa: desde el corazón del mausoleo, es posible ver, a través de una línea visual precisa, la puerta sur y los jardines, como si todo el complejo hubiese sido diseñado desde un único trazo divino.

Pero el final de esta historia tiene un giro amargo. Años después, Shah Jahan fue derrocado por su propio hijo, Aurangzeb, y encarcelado en el Fuerte de Agra. Desde su celda, podía ver a lo lejos el Taj Mahal. Ya no como emperador, sino como viudo. Allí pasó sus últimos días, contemplando una y otra vez la tumba de su amada. Cuando murió, fue sepultado a su lado.
Hoy, el Taj Mahal no es solo una joya arquitectónica ni uno de los destinos turísticos más visitados del mundo. Es un símbolo universal de lo eterno: el arte, el amor y la memoria. Porque pocas construcciones logran lo que este mausoleo ha hecho por siglos: hacer tangible lo intangible.
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